Nostalgia del cine a la antigua usanza (I)
Archivado en: Inéditos cine, la cartelera perdida
Hubo un tiempo en que ver una película era lo que más me gustaba en el mundo. Cuando aquel antiguo placer se convirtió en esa necesidad imperante en la que aún ahora me debato, comencé a sentarme en la fila uno -para que el filme me envuelva hasta el aturdimiento- y me di a una quimérica entrega: la de saciar ese apetito insaciable que es la necesidad imperante de ver películas. Empecé a darme a esa entrega, que es mi cinefilia, a comienzos de los años 80, cuando la Filmoteca estaba en el cine Príncipe Pío de la Cuesta de San Vicente. Pero ese tiempo, en que ver una película era lo mejor del mundo, se remonta al comienzo de mi vida.
Es por eso por lo que una de mis primeras y más sentidas nostalgias es la de la exhibición cinematográfica a la antigua usanza. Como todos los amores perdidos, ya dura más, infinitamente más, que el amor en sí.
Fui al cine a la antigua usanza durante veintidós años, los que se fueron entre aquella primera proyección -Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y ¡Hatari! (Howard Hawks, 1962)-, y la última -Los ángeles del infierno (Roger Corman, 1966)-. Aquella primera fue en el Cinema X -que se alzó en la calle de San Bernardo, esquina con San Vicente Ferrer- contando yo apenas tres años. Me llevó una prima de mi madre, repito una vez más. La última en el Cervantes, del 39 de la Corredera baja de San Pablo. Para entonces, ya tenía veinticinco abriles y era un joven periodista del Madrid de los 80.Aunque el complemento a la cinta de Corman lo he olvidado, en ambos casos fue un programa doble en sesión continua. Aquellas maravillas de las que con tanto lirismo nos habla Antonio Martínez Sarrión en su poema El cine de los sábados.
Sesión continua desde las cuatro o las cinco de la tarde, que en el caso del Postas y el Madrid, era desde las diez de la mañana. A estos últimos iba entresemana: cuando había pollo en el comedor del colegio y mi menda -que detesta el pollo de no haberlo cocinado su esposa- hacía novillos. A diferencia de Martínez Sarrión -quien en el último de sus hermosos versos nos habla de “la cena desabrida y fría”, que le aguardaba los sábados, al volver del cine con “los ojos ardiendo como faros”-, yo puedo jactarme de haber comido, siempre y en todo momento, única y exclusivamente lo que me ha gustado, lo que me ha dado la gana.
Pero hoy -como casi siempre por otro lado- me ocupa el cine y no la comida. Si cifro la exhibición a la antigua usanza en el fin de los programas dobles, en sesión continua, es porque cuando los videoclubes acabaron con aquellas proyecciones, acabaron con uno de los pilares del cine a la antigua usanza. Las salas de estreno, de la Gran Vía y Fuencarral, eran algo extraordinario, las maravillas del cine de los domingos. Y, además, muy demediadas -como el vizconde de Italo Calvino-, aún funcionan. Ciertamente, en los años 80, tocadas en su negocio por los videoclubes, se transformaron en multicines. Pero algunas aún siguen abiertas, en menor cantidad y totalmente ajenas a esos palacios de la exhibición de antaño, con el vestíbulo suntuoso y cortinones de terciopelo cubriendo la pantalla. Son otra cosa, pero subsisten.
El cine a la antigua usanza se vino abajo con la generalización del video. Giuseppe Tornatore sintió su nostalgia, la misma a la que me refiero, en Cinema Paradiso (1988). A fe mía, la expresó de un modo harto sensiblero. Lo de que Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista, pierda la vista en uno de esos incendios, tan frecuentes con anterioridad al filme de seguridad[1] es deliberadamente lacrimógeno. Pero la nostalgia de este cineasta italiano es la misma que la mía como cinéfilo madrileño.
La atisbé por primera vez cuando, allá por el año 80, leí unas declaraciones del gran Truffaut en las que afirmaba que, cuando el video desplazase al cine, él se retiraría. Fue La Parca quien retiró al maestro del mundo de los vivos en el 84. Esa catástrofe que él nos anunció, referida al celuloide, se demoró hasta épocas más recientes: los años 10 de este infausto siglo. El estreno de Avatar (James Cameron, 2009), y su espléndido 3D, hizo que los exhibidores se rindieran a las exigencias de los nuevos procedimientos del HD y 3D.
Fueron éstas -y no el ya rudimentario vídeo, que, en los albores del nuevo milenio empezó a ser desplazado por el entonces moderno DVD- las que acabaron por poner fin al soporte fotográfico del cine. Un día, en la cola para entrar a una sesión de la filmoteca, en una de las vitrinas donde se mostraban los fotocromos de las cintas, leí una nota referente al fin de las proyecciones en 35 mm. Habida cuenta de que el Doré -desde finales de los 80 sala de proyecciones de la Filmo-, salvo error u omisión fue el último lugar donde se estiló el viejo procedimiento, tuve que concluir que en España -y en el resto del mundo, más o menos lo mismo- las películas, como casi todo, también habían dejado su antiguo soporte analógico para convertirse en un moderno archivo digital. Dos o tres semanas después, publicaba un reportaje al respecto en la ya desaparecida revista Tiempo. “Duerme, no queda nada”, escribe en su Oda a Walt Whitman Federico García Lorca.
(Continúa en la entrada siguiente)
Publicado el 3 de noviembre de 2023 a las 22:30.